domingo, 24 de marzo de 2013

Presos políticos y centros penitenciarios


Los presos políticos* son uno de los temas más controversiales en América Latina. Actores ubicados en todo lo ancho del espectro ideológico se constituyen en víctimas y victimarios del apresamiento por causas políticas y desde todas las orillas se producen señalamientos y acusaciones. Lo acalorado de la discusión pública en las sociedades contemporáneas hace que en muchas ocasiones se ignore la especificidad de cada una de las personas que están privadas de su libertad, por lo que los presos políticos corren el riesgo de convertirse en estandartes de batalla. Con el fin de clarificar un argumento político es posible caer en la instrumentalización del sufrimiento individual: no es infrecuente el ataque a un Estado represor esgrimiendo el número de presos que este ha procesado por causa de lo que piensan. Esto sitúa al reo político en una doble paradoja. Por un lado, los canales de comunicación que se abren para que su voz llegue a oídos libres pueden acallarla al ponerla en función de sus intereses. O sea, hacer visible la causa invisibiliza al individuo. Por otra parte, las pasiones profundamente humanas producidas por la percepción de injusticia y su conjunción con los debates políticos al interior de una sociedad deshumaniza al reo. En resumen, los presos políticos son susceptibles a ser doblemente confinados, físicamente bajo el peso del sistema penitenciario y legal, y simbólicamente, tras los velos impuestos por el uso del concepto en agendas políticas ajenas a la propia.

Hay que aclarar que esto es más frecuente en los presos políticos reclamados desde la derecha. Los grandes medios de comunicación dan cuenta de la situación de los reos en Cuba o Venezuela, difunden imágenes de sus huelgas de hambre y exigen su liberación inmediata. Mientras tanto, miles de personas ven como sus días se arrastran pesadamente tras las rejas, olvidados por las cámaras y los reporteros. Este olvido se debe al doble estándar mediático. Los olvidados tras las rejas purgan condenas en países menos propensos a ser señalados por sus políticas de derechos humanos, dado su “buen comportamiento” en materias socioeconómicas. Este “buen comportamiento” está  definido, claro está, por el evangelio de nuestro tiempo: el Consenso de Washington. Lo anterior no es una justificación para el encarcelamiento por motivos políticos en países con gobiernos considerados de izquierda. Apresar a alguien por lo que piensa es inexcusable. La intención es, más bien, señalar la valoración del concepto "preso político" y el uso que se hace de él mientras se ignora (o oculta) a los reos que no están en capacidad de ser usados para acumular réditos económicos, políticos o electorales.

Los presos políticos que no ocupan páginas de primera plana son apoyados por centros de defensa de derechos humanos, prensa y medios libres, colectivos de abogados, entre otras organizaciones. Muchos de ellos sólo reciben el apoyo de sus familiares y activistas políticos. Otros sufren de un abandono total. Su confinamiento, muchas veces injusto, (injusticia no como criterio moral, sino jurídico) pasa a ser un punto de orgullo de los tribunales al no aceptar ceder frente a las presiones y la evidencia legal de sus atropellos. El caso de Alberto Patishtán, en el que la Suprema Corte de Justicia mexicana declaró su incompetencia, es una muestra de cómo la máxima instancia de justicia de México se escuda en tecnicismos legales para evitar dar una solución de fondo a un caso flagrante de manipulación de evidencia, corrupción y encarcelamiento por causas políticas.

Mientras tanto, algunos reos han usado la categoría de preso político como una táctica para perfilar su defensa frente a los estrados judiciales y la opinión pública. Jorge Videla, dictador argentino condenado por delitos de lesa humanidad cometidos durante su tiempo en el poder se considera a sí mismo privado de la libertad por razones políticas. Algo similar argumentaron otros procesados y condenados por delitos cometidos en las distintas dictaduras militares que agobiaron al continente durante la segunda mitad del siglo XX. Los ejemplos de Manuel Contreras, jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional durante los años de la Operación Cóndor o Juan María Bordaberry, presidente uruguayo que entregó el poder a los militares en 1973 son sólo dos casos de lo anterior. 

Lo políticos colombianos recientemente procesados por vínculos con el narcotráfico y el paramilitarismo también han intentado cobijarse bajo la misma figura. El ex senador Javier Cáceres afirmó ser un preso político tras su detención por el escándalo de la parapolítíca. El ex presidente Álvaro Uribe declaró que Andrés Felipe Arias, ministro de agricultura durante su mandato, es un preso político. Arias es investigado por la entrega irregular de subsidios agrícolas a los sectores más pudientes de la costa Caribe colombiana y Antioquia (algunos de ellos vinculados con el paramilitarismo) a través del programa Agro Ingreso Seguro. Bernardo Moreno (secretario general de la presidencia durante el mandato de Uribe), procesado por la interceptación y monitoreo ilegal de comunicaciones privadas realizadas en contra de magistrados de la Corte Suprema, periodistas, políticos de oposición, entre otros, también es reclamado como un preso político por el ex presidente.

Como todo lo demás en América Latina, las cárceles están atravesadas por una desigualdad escalofriante. En ellas se castiga preferentemente a los pobres. El Estado no ofrece programas de rehabilitación y reinserción social debido a la voracidad de los recortes en programas sociales y más bien se dedica a la administración de la población carcelaria según los criterios de eficiencia y ahorro típicos del Estado neoliberal. Además, la corrupción al interior de los penales actúa como un multiplicador de desigualdad: algunos disfrutan de comodidades que muchos soñarían con tener fuera de los muros penitenciarios mientras otros lidian con condiciones de insalubridad, hacinamiento, drogadicción y criminalidad difíciles de encontrar fuera de la cárcel. Así mismo, hay presos más relevantes que otros. La estratificación según los criterios de etnicidad, clase e ideología está profundamente enquistada en esta problemática. Pongámoslo en términos claros: un hombre blanco o mestizo de clase alta condenado por crímenes cometidos por los aparatos de inteligencia de una dictadura no recibe el mismo tratamiento que una mujer indígena, pobre, presa por reclamar en contra de los atropellos del Estado.

Por último, una nueva amenaza carcelaria se cierne sobre la sociedad en general. En Estados Unidos las prisiones ya son un negocio privado, una nueva frontera acumulativa para el capital. Cada preso representa un ingreso adicional para el operador del penal. El escándalo kids for cash demuestra los peligros de este sistema: dos jueces de Pennsilvania recibíeron dinero (2.6 millones de dólares) de los operadores del penal para menores de Wilkes-Barre a cambio de pronunciar largas sentencias en contra de jóvenes por acciones tan triviales como burlarse del rector de su secundaria en MySpace. Brasil es el pionero latinoamericano en este tipo de centro de detención. Este tipo de iniciativas no deben ser permitidas en el resto de los países de la región. Es de esperar que en el ambiente de corrupción política se reproduzcan los vicios que ya se manifestaron en EEUU y se profundice el abismo de injusticia, ilegalidad, corrupción y desigualdad en el que ha caído el sistema carcelario.

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* A lo largo del escrito se usará el masculino. Esto no significa que no existan presas políticas o que no las tomemos en cuenta.

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