Los
presos políticos* son uno de los temas más controversiales en América Latina.
Actores ubicados en todo lo ancho del espectro ideológico se constituyen en
víctimas y victimarios del apresamiento por causas políticas y desde todas las
orillas se producen señalamientos y acusaciones. Lo acalorado de la discusión
pública en las sociedades contemporáneas hace que en muchas ocasiones se ignore
la especificidad de cada una de las personas que están privadas de su libertad,
por lo que los presos políticos corren el riesgo de convertirse en estandartes
de batalla. Con el fin de clarificar un argumento político es posible caer en
la instrumentalización del sufrimiento individual: no es infrecuente el ataque
a un Estado represor esgrimiendo el número de presos que este ha procesado por
causa de lo que piensan. Esto sitúa al reo político en una doble paradoja. Por
un lado, los canales de comunicación que se abren para que su voz llegue a
oídos libres pueden acallarla al ponerla en función de sus intereses. O sea,
hacer visible la causa invisibiliza al individuo. Por otra parte, las pasiones
profundamente humanas producidas por la percepción de injusticia y su
conjunción con los debates políticos al interior de una sociedad deshumaniza al
reo. En resumen, los presos políticos son susceptibles a ser doblemente
confinados, físicamente bajo el peso del sistema penitenciario y legal, y
simbólicamente, tras los velos impuestos por el uso del concepto en agendas
políticas ajenas a la propia.
Hay que
aclarar que esto es más frecuente en los presos políticos reclamados desde la
derecha. Los grandes medios de comunicación dan cuenta de la situación de los
reos en Cuba o Venezuela, difunden imágenes de sus huelgas de hambre y
exigen su liberación inmediata. Mientras tanto, miles de personas ven como sus
días se arrastran pesadamente tras las rejas, olvidados por las cámaras y los
reporteros. Este olvido se debe al doble estándar mediático. Los olvidados tras
las rejas purgan condenas en países menos propensos a ser señalados por sus
políticas de derechos humanos, dado su “buen comportamiento” en materias
socioeconómicas. Este “buen comportamiento” está definido, claro está,
por el evangelio de nuestro tiempo: el Consenso
de Washington. Lo anterior no es una justificación para el encarcelamiento
por motivos políticos en países con gobiernos considerados de izquierda.
Apresar a alguien por lo que piensa es inexcusable. La intención es, más bien,
señalar la valoración del concepto "preso político" y el uso que se
hace de él mientras se ignora (o oculta) a los reos que no están en capacidad
de ser usados para acumular réditos económicos, políticos o electorales.
Los presos
políticos que no ocupan páginas de primera plana son apoyados por centros de
defensa de derechos humanos, prensa y medios libres, colectivos de abogados,
entre otras organizaciones. Muchos de ellos sólo reciben el apoyo de sus
familiares y activistas políticos. Otros sufren de un abandono total. Su
confinamiento, muchas veces injusto, (injusticia no como criterio moral, sino
jurídico) pasa a ser un punto de orgullo de los tribunales al no aceptar ceder
frente a las presiones y la evidencia legal de sus atropellos. El caso de
Alberto Patishtán, en el que la Suprema Corte
de Justicia mexicana declaró su incompetencia, es
una muestra de cómo la máxima instancia de justicia de México se escuda en
tecnicismos legales para evitar dar una solución de fondo a un caso flagrante
de manipulación de evidencia, corrupción y encarcelamiento por causas políticas.
Mientras
tanto, algunos reos han usado la categoría de preso político como una táctica
para perfilar su defensa frente a los estrados judiciales y la opinión pública.
Jorge Videla, dictador argentino condenado por delitos de lesa humanidad
cometidos durante su tiempo en el poder se considera a sí mismo privado de la libertad por razones
políticas. Algo similar argumentaron otros procesados y condenados por
delitos cometidos en las distintas dictaduras militares que agobiaron al
continente durante la segunda mitad del siglo XX. Los ejemplos de Manuel
Contreras, jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional durante los años
de la Operación Cóndor o Juan María Bordaberry, presidente uruguayo que entregó el
poder a los militares en 1973 son sólo dos casos de lo anterior.
Lo
políticos colombianos recientemente procesados por vínculos con el narcotráfico
y el paramilitarismo también han intentado cobijarse bajo la misma figura. El ex senador Javier Cáceres afirmó ser un preso político tras su
detención por el escándalo de la parapolítíca. El ex presidente Álvaro Uribe declaró que
Andrés Felipe Arias, ministro de agricultura durante su mandato, es un preso político. Arias es investigado por la entrega
irregular de subsidios agrícolas a los sectores más pudientes de la costa Caribe
colombiana y Antioquia (algunos de ellos vinculados con el paramilitarismo) a través del programa Agro Ingreso Seguro.
Bernardo Moreno (secretario general de la presidencia durante el mandato de
Uribe), procesado por la interceptación y monitoreo ilegal de
comunicaciones privadas realizadas en contra de magistrados de la Corte Suprema, periodistas, políticos de oposición, entre otros,
también es reclamado como un preso político por el ex presidente.
Como
todo lo demás en América Latina, las cárceles están atravesadas por una desigualdad escalofriante. En ellas se castiga
preferentemente a los pobres. El Estado no ofrece programas de rehabilitación y
reinserción social debido a la voracidad de los recortes en programas sociales
y más bien se dedica a la administración de la población carcelaria según los
criterios de eficiencia y ahorro típicos del Estado neoliberal. Además, la
corrupción al interior de los penales actúa como un multiplicador de
desigualdad: algunos disfrutan de comodidades que muchos soñarían con tener fuera
de los muros penitenciarios mientras otros lidian con condiciones de insalubridad, hacinamiento, drogadicción y criminalidad difíciles de encontrar fuera de la cárcel. Así mismo, hay presos más
relevantes que otros. La estratificación según los criterios de etnicidad,
clase e ideología está profundamente enquistada en esta problemática.
Pongámoslo en términos claros: un hombre blanco o mestizo de clase alta condenado por crímenes cometidos por los aparatos de inteligencia de una dictadura no recibe el
mismo tratamiento que una mujer indígena, pobre, presa por reclamar en contra de los
atropellos del Estado.
Por último, una nueva amenaza carcelaria se cierne sobre la sociedad en
general. En Estados Unidos las prisiones ya son un negocio privado, una
nueva frontera acumulativa para el capital. Cada preso representa un ingreso
adicional para el operador del penal. El escándalo kids
for cash demuestra los peligros de este sistema:
dos jueces de Pennsilvania recibíeron dinero (2.6 millones de dólares) de los operadores del penal para
menores de Wilkes-Barre a cambio de pronunciar largas sentencias en contra de
jóvenes por acciones tan triviales como burlarse del rector de su secundaria en
MySpace. Brasil es el pionero latinoamericano en este tipo de
centro de detención. Este tipo de iniciativas no deben ser permitidas en el resto de los países de la región. Es de esperar que en el ambiente de corrupción política se reproduzcan los vicios que ya se manifestaron en EEUU y se
profundice el abismo de injusticia, ilegalidad, corrupción y desigualdad en el
que ha caído el sistema carcelario.
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* A lo largo del escrito se usará el masculino. Esto no significa que no existan presas políticas o que no las tomemos en cuenta.
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* A lo largo del escrito se usará el masculino. Esto no significa que no existan presas políticas o que no las tomemos en cuenta.
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