jueves, 23 de octubre de 2014

Visita al Planeta Rojo

¿Qué es lo primero que se te viene a la mente cuando te dicen que vas a transitar por la carretera internacional? La primera pregunta que harías seguramente sería ¿en qué lugar del mundo queda? Te voy a dar una respuesta intencionalmente vaga: en América Latina. Si eres optimista quizá te imagines una autopista con varios carriles en ambos sentidos. Si no lo eres tanto pensarás en una carretera amplia, bien señalizada con un nutrido flujo vehicular. Si eres realista probablemente pensarás en una carretera de un solo carril, pero eso sí, asfaltada, tal vez algo rota, pero asfaltada. Luego, si te informan que la carretera internacional demarca la frontera entre República Dominicana y Haití entre los poblados dominicanos de Restauración y Pedro Santana podrías hacer un juicio algo distinto al que hiciste inicialmente. Sin embargo seguramente lo que imaginaste dista bastante de lo que vas a ver. Nada te prepara para lo que te encuentras al emprender el camino por los 48000 tortuosos metros de la pomposamente bautizada trocha.

Según cuentan algunas personas de la región, la vía construida entre 1937 y 1942 gracias a un acuerdo bilateral entre República Dominicana y Haití fue una carretera de verdad. Era posible transitar por ella, insisten. Algo difícil de creer viéndola hoy. Sobran los avisos que advierten que la velocidad máxima permitida es de 45 km/h: en muchos tramos no se puede exceder los 10 km/h. El asfalto es tan extraño acá
como la nieve en el Sahara. Las curvas son constantes y pronunciadas y deben ser negociadas con cuidado. La tierra es árida y seca, algo arcillosa. Es roja casi siempre; cuando no es roja, es café. Todo es color tierra. A veces es posible ver algunos parches verdes y a lo largo del camino se atraviesan un par de puentes sobre el cauce seco de algo que tal vez fue un río. Queda flotando la pregunta ¿qué se puede sembrar acá?… ¿Se puede sembrar acá? En algunos lugares inmensos peñones impiden el paso sobre cuatro ruedas a una velocidad mayor que la que permite la locomoción en dos piernas. Esto lo aprovechan los niños que habitan a orilla de la trocha para correr detrás de los vehículos pidiendo dinero.

Esa es otra característica del paisaje. Una miseria atávica, ancestral. Pareciera más antigua que las montañas que recorres. A lo largo del recorrido hay varios asentamientos de una pobreza indescriptible. Mulas, caballos, niños, mujeres, hombres, algunas vacas, todos cubiertos de una patina de polvo y carencia. Panzas infladas por los parásitos, ojos inyectados de sangre, costillas marcadas por piel tensa y negra. Los mercados sobre la carretera dan la impresión de ser asentamientos temporales, campos de refugiados. Desde cuándo, unos cuantos días o unos tantos años, por causa de algún terremoto o alguna guerra civil, no se sabe. Producto de la tragedia cotidiana que es la vida en Haití. Esa es la única certeza.

Y hablo de la tragedia cotidiana haitiana porque acá, a pesar de ser zona de frontera, casi toda la población es haitiana. Los que no lo son hacen parte de algún contingente de la ONU, con los uniformes y brazaletes que los acreditan como tal o son parte del ejército dominicano. Probablemente resguardan la soberanía nacional de una invasión haitiana, no militar sino de migrantes. O tal vez el Estado se olvidó de ellos hace ya algún tiempo y los tiene tan abandonados como la carretera. A pesar de la presencia de éstos (o tal vez, en parte, debido a) la vía se siente peligrosa. No sé si lo sea. No me consta, pero se siente así. Tal vez es por lo sorpresivo de lo que se encuentra en ella. La diferencia entre la carretera internacional y lo que estás acostumbrado a transitar y ver es tan chocante que intimida y siembra dudas. Cada 5 kilómetros hay un aviso indicando cuánto falta. Eso produce una sensación profundamente angustiante por lo lento del recorrido. El trayecto toma seis horas pero sientes que dura eternidades. 

Al final, al volver a las carreteras de la República Dominicana, queda la sensación de haber visitado otro planeta. Y en cierta forma, así fue. Pero no son ellos los que viven en un mundo paralelo. El alienígena soy yo, somos nosotros. Es un hecho que la mayoría de la población mundial vive en condiciones de pobreza extrema y no tiene acceso a servicios de salud, educación o bienestar social básico. La inmensa mayoría de la gente que habita este planeta vive con menos de dos dólares al día y se acuesta cada noche con hambre. Miles de millones se van a dormir sin revisar el correo electrónico o las notificaciones del Facebook porque claro, no saben leer. Y aún más grave según nuestras nociones virtuales de la realidad: no tienen smartphones, ni computadoras, ni acceso a internet. Y yo, preocupado por las condiciones en que está una carretera durante un viaje en jeep por una isla caribeña. Ahora, te repito la pregunta: ¿Qué es lo primero que se te viene a la mente cuando te dicen que vas a transitar por la carretera internacional?